jueves, 4 de junio de 2015

Los secretos que guardan las momias

Vivieron hace cientos o miles de años. Sus restos ayudarán a armar la historia.
Un grupo de pastores la encontró en la Sierra Gorda de Querétaro. Al entrar a una cueva para guardar a los animales que llevaban a pastorear, notaron que había algo. Al parecer, las cabras escarbaron y levantaron la capa que cubría el suelo; quedaron al descubierto los restos óseos de un bebé. Los pastores llamaron a la policía. Se inspeccionó la cueva próxima al pueblo de Altamira y se determinó que no era un caso criminal, pero sí un hallazgo que requería de los expertos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El 18 de noviembre de 2002 aquellos pastores encontraron a Pepita, considerada hasta ahora la momia más antigua hallada en México. Una niña que vivió solo dos años y medio, pero que llevaba atrapada en la sierra más de dos milenios.

En México se han encontrado muchos cuerpos momificados de manera natural. La mayoría procede de lugares con climas áridos o semiáridos, como cuevas, criptas o el subsuelo de algunas iglesias, en los que se crean microambientes que evitan que los restos se descompongan y, a la vez, provocan que se desequen de manera rápida. Estas momias son una rica fuente de conocimiento sobre la vida y la biología en otras épocas. Y gracias a los avances tecnológicos, han permitido descifrar misterios pasados y presentes.


La niña momia

Al equipo del Centro INAH Querétaro le bastó un primer reconocimiento de la cueva para percatarse de la relevancia de los restos. El cuerpo de la niña momia, que ellos bautizaron como Pepita, se encontraba en buen estado de conservación. Solo su cara estaba algo descarnada; quizá, creen los expertos, porque quedó al descubierto en varias ocasiones y eso impidió el proceso de momificación natural. Medía unos 45 centímetros; tenía brazos y piernas doblados, casi en posición fetal; estaba amortajada con una fina capa de algodón y colocada sobre una piedra con una talla muy ligera. Fue atada usando cordeles y tenía adornos de plumas y trenzas de cabello.

¿Quién era aquella misteriosa niña? La arqueóloga mexicana Elizabeth Mejía encabezó las investigaciones para tratar de encontrar la respuesta. Coordinó a más de 35 especialistas, procedentes de 10 instituciones; sometieron a la pequeña y a los objetos hallados a tomografías helicoidales, micología médica, arqueozoología y microscopía de barrido. Se trataba de averiguar lo máximo posible de la momia sin deteriorarla ni un ápice.

Por fortuna, Pepita aún conservaba un pelo en el cráneo, el cual fue enviado a un laboratorio de Estados Unidos, junto con un pedazo de la ropa con que estaba envuelta. Gracias a un acelerador de par-tículas con espectrómetro de masas se determinó que la niña momia tenía 2,300 años aunque, al morir, no alcanzaba ni los tres.

La investigación, que duró tres años, reveló que Pepita falleció debido a una infección intestinal o a problemas respiratorios. Pero lo más importante del hallazgo fue que los estudios de la niña momia permitieron cambiar por completo los conocimientos que hasta entonces se tenían sobre el poblamiento temprano de la Sierra Gorda queretana.

Si bien existen distintas teorías, los trabajos de investigación más aceptados señalan que los primeros pobladores de América llegaron en cuatro grandes migraciones desde la región de Siberia, en Asia, a través del Estrecho de Bering, y se fueron dispersando por todo el territorio. En teoría eso sucedió al inicio de la cuarta glaciación, entre 40,000 y 12,000 años atrás. Recuperar y analizar el ADN de Pepita permitió a los paleoantropólogos realizar un estudio entre individuos para establecer comparaciones y secuencias de material genético y así saber más sobre cómo y cuándo se produjeron esas olas migratorias.

Además, se determinó que hace 2,300 años, cuando vivía Pepita, ya había relaciones con poblaciones del norte de México, como los chichimecas, grupo cazador y recolector que penetró al Valle de México hasta el siglo XII. Por otra parte, los textiles del fardo funerario muestran que la manufactura estaba muy desarrollada. El hallazgo también arrojó luz sobre las prácticas funerarias de aquel pueblo.

El estudio de las momias no solo ayuda a componer el rompecabezas de civilizaciones pasadas; también puede esclarecer asuntos relacionados con la biología. Es el caso de la momia de Ötzi, descubierta por una pareja de alpinistas en los Alpes de Ötzal en 1991, en la frontera entre Austria e Italia. Aquel hombre de los hielos llevaba durmiendo 5,300 años en un glaciar. Es la momia humana natural más antigua de Europa. Su estudio permitió recopilar información sobre los habitantes de la Europa de la Edad de Cobre y desvelar la cura para una importante enfermedad parasitaria: la verminosis.

Al investigar a Ötzi, los científicos notaron que la momia tenía un parásito intestinal causante de la enfermedad; en el zurrón que llevaba consigo encontraron un hongo y, tras analizarlo, descubrieron que tenía propiedades para combatir el parásito. Fue así como la verminosis comenzó a tener tratamiento.

Para Assumpció Malgosa, antropóloga y directora del Grupo de Investigación en Osteobiografía de la Universidad Autónoma de Barcelona, España, “mirar al pasado tiene cada vez más una aplicación hacia el futuro. Obtener y analizar el ADN de un agente infeccioso de hace 4,000 años posibilita, por ejemplo, que estudiemos su variación a lo largo del tiempo, que veamos qué lo producía y qué reacción provocaba. Quizá eso nos lleve a encontrar una cura para el futuro”.

Malgosa forma parte de la Asociación Internacional de Paleopatología, disciplina situada en los confines de varias áreas científicas —como la medicina, la antropología, la arqueología, la física, la química o la biología— que se dedica a estudiar las huellas que las enfermedades del pasado dejaron en seres humanos y en animales. Puede parecer una disciplina nueva, pero no lo es. Las primeras sociedades de paleopatología datan de fines del siglo XIX.

“La investigación sobre los vestigios de las enfermedades de la antigüedad —apunta Josefina Mansilla Lory, especialista en antropología física del INAH— tiene cada vez más interés a nivel mundial, como lo demuestra el creciente número de artículos científicos y el surgimiento, en 1992, del primer congreso internacional de estudios sobre momias”. En México, si bien la investigación sistemática es reciente, la primera referencia se remonta a 1889, cuando Leopoldo Batres, pionero de la arqueología moderna mexicana, describió el cuerpo incompleto de un hombre momificado que tenía dibujos geométricos en los brazos y que fue hallado en Comatlán, Oaxaca.

Desde 1998 se desarrolla el proyecto “Las momias de México”, dirigido por Josefina Mansilla, que pretende entender el fenómeno de la momificación “y ampliar el conocimiento del ser humano, además de sus enfermedades, relacionando los hallazgos patológicos de los tejidos preservados con episodios históricos y socioculturales”. Gracias a este trabajo se rescató la colección de momias del Museo Nacional de Antropología, que comprende, al menos, 40 piezas. Su estudio busca identificar la procedencia, la temporalidad y recuperar datos arqueológicos de la mayoría de esos restos.

La paleopatología permite, entre otras cosas, evaluar el estado de salud de una población y conocer su estilo de vida. En la mayoría de los casos, los especialistas deben contentarse con el estudio de restos esqueléticos, aunque a veces las momias conservan algo de tejido, lo que multiplica la información que los expertos pueden recopilar.

Por ejemplo, con Ötzi, los investigadores encontraron que tenía los pulmones como si fuera un fumador pasivo. Malgosa explica que eso permitió descubrir que “en la Edad del Cobre nuestros antepasados vivían en cuevas repletas de humo, puesto que hacían hogueras para cocinar o calentarse. Determinadas marcas en los huesos también dan pistas sobre los trabajos que realizaban, porque pueden ser resultado de movimientos repetitivos. Somos como detectives del pasado”.

Enfermedades que dejan huella
Uno de los casos de paleopatología más excitantes es el estudio de los restos de Herculano, en Nápoles, Italia. El 24 de agosto del año 79 d.C., el Vesubio comenzó a rugir. Muchos de los habitantes de los alrededores huyeron hacia la playa. Al caer la noche, el volcán empezó a escupir ceniza y roca ardiendo que cayeron sobre Pompeya y pueblos aledaños, como Herculano. Los que huyeron a la playa respiraron la ceniza que había en el aire, a cerca de 800 °C de temperatura; sus pulmones estallaron en el acto. Más de 200 personas quedaron sepultadas bajo una capa de ceniza que las congeló en el tiempo.

Aquella catástrofe dejó una especie de trágica radiografía de la sociedad, lo que ha permitido estudiar el estado de salud de una población completa. Las primeras excavaciones se hicieron en el siglo XVIII, aunque fue hace 20 años cuando se realizó la campaña más importante, que duró nueve años. Esa investigación, dirigida por Luigi Capasso, director del Museo Universitario de Chieti, reveló que casi 30% de la población tenía lesiones óseas causadas por una enfermedad infecciosa: brucelosis o “fiebre de Malta”, originada por un microorganismo, el Brucella, que vive en los excrementos de vacas, ovejas, cabras y cerdos. ¿Cómo podía una población pesquera sufrir una enfermedad propia de los pastores? La respuesta se encontró en un trozo de queso carbonizado, cuenta Capasso: “Al analizarlo, vimos que contenía brucella. De ahí que la mitad de la población padeciera esa enfermedad, ya que comían el queso elaborado con leche de las cabras que pastaban en las laderas del volcán”.

El desarrollo de nuevas tecnologías ha propiciado grandes avances en esta ciencia. La tomografía axial computarizada (TAC), por ejemplo, permite obtener imágenes de alta resolución del interior de la momia sin tocarla. Este método consiste en radiografiar cada milímetro del cuerpo y tomar imágenes capa por capa. Un programa informático recoge esa información y genera una figura en 3D. Luego, se toma una muestra de la momia, se analiza y corroboran los datos del TAC. Es el caso del Hombre de Tollund, una de las llamadas momias de las ciénagas, testimonio de los rituales de sacrificio que los pueblos del norte de Europa realizaron durante la Edad de Hierro.

Este hombre fue encontrado en 1950, por una familia de granjeros, a las afueras del pueblo danés de Silkeborg. Esta momia ha sido sometida a numerosas pruebas que han ido desgranando información sobre la Edad de Hierro. “Como conserva tejidos, eso permite saber más cosas. Analizando las marcas en la piel del cuello averiguamos, por ejemplo, que fue ahorcado y luego tirado en la ciénaga”, explica Niels Lynnerup, de la Universidad de Copenhague.

En 1977, gracias al método del carbono 14, se conoció que el Hombre de Tollund murió entre el siglo III y IV a.C. Hace una década le realizaron una endoscopia, lo sometieron a luz ultravioleta, a infrarrojos y a un TAC que obtuvo más de 16,000 imágenes de su cuerpo.

Ahora, los investigadores esperan que la tecnología avance para poder recuperar moléculas del tejido celular. Quizá en unos años, gracias a la biología molecular, se puedan obtener muestras de ADN de la médula o de algún diente, y así saber cuál era su tipo de sangre o recuperar sus genes. Eso sería útil para trazar, mediante relaciones de parentesco, flujos migratorios.

No cabe duda de que hay una historia en cada momia y que cada momia nos abre una ventana al pasado. Nuevos descubrimientos e investigaciones harán posible que el estudio de los cuerpos momificados despejen incógnitas del pasado y se entienda más el presente. (http://beta.quo.mx/)

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